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Los adeptos.

 

     Arrinconado como estaba contra la esquina, pudo notar un lento hormigueo eléctrico recorrerle cada dedo de los pies con cadencia de reptil. Notaba clavos en las nalgas desde hacía rato, pues no podía calcular exactamente el tiempo que había permanecido sentado en el suelo en la misma postura, petrificado.

    Acomodó las rodillas contra el pecho y abrazó el libro un poco más fuerte. A oscuras, pudo leer con las yemas de los dedos el labrado exquisito de la encuadernación. Un complejo trabajo de orfebre que arrancaba al cuero tibio del volumen complicados arabescos.
    Escuchó el siseo uniforme y desovillado aproximarse a la puerta, y supo, resignado a todo como estaba, que la saeta del minuto exacto le había alcanzado por fin. Poco importaban, en adelante, cualquier gesto, palabra o acto que su cuerpo ejecutase por inercia, desesperación o miedo.

    La certeza estaba clavada ahora en su cabeza. Los Adeptos habían vigilado sus movimientos desde hacía semanas. Nada de lo que hizo, dijo o pensó entonces, había pasado inadvertido a la esponja oscura que era El Conventículo. Sus notas. Habían husmeado, deslavazado y analizado sus notas del derecho y del revés. Eso era seguro.
    Recordó entonces la advertencia, agazapada a modo de prólogo en la primera página del volumen. Al principio de todo, el aguijón de aquel párrafo espoleó su curiosidad hasta sumirlo en la vorágine de lo que serían los días por venir;
"No debiera, el no iniciado, llegar al final del camino. Piedra tras piedra, paso tras paso, la senda es una prueba, un rito, una enseñanza y no otra cosa. No debiera el profano violar la palabra última. Anduvo antes el digno la travesía de la preparación y el martirio. Pocos son los elegidos, y uno sólo el señalado."

    Oprimía la densa oscuridad su cuerpo cansado como un émbolo. Imposible distinguir una forma, un volumen físico entre la baba negra que lo absorbía todo. Imposible alcanzar nada más allá del tacto. Y allí estaban, sin embargo. Eran dos. Podía percibir claramente su presencia, el espacio físico que ocupaban frente a él. Se diría que prácticamente era capaz de tocarlos con el olfato.
    Dejó el libro lentamente sobre el suelo, a su lado. Supo, asumiéndolo al cabo con resignación infinita, que estaba preparado, por fin. Aunque fuese ya demasiado tarde.
Sabía ahora lo que ellos sabían. Podía ahora pensar como ellos pensaban. Respiraba su mismo aire, conocía la sintaxis que ellos conocían; Así como la palabra rasgó la nada infinita y el verbo insufló vida violentamente a un "todo" primigenio, así podía destruir cada cosa, desde el alfa hasta el omega.
    Así iba a desfibrar, al cabo, su carne la palabra última, hasta convertir su existencia en un humo invertebrado.
Había llegado la hora.
    Una de las dos formas, la que estaba situada a su derecha, le tendió la mano.

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