top of page

La tablilla.

 

     Como el esqueleto de un enorme animal extinto, la estructura gris de mecanotubo flanqueaba la puerta del bar Bedarregi. Bajo el toldo ennegrecido por el monóxido, Arbizu le dio una chupada larguísima al quinto chéster del día. La esfera negra del Tag Heuer atestiguaba las ocho y cinco de la mañana en ese mismo momento.
    Acodado ya en la barra, recibió a bocajarro el saludo del barman.
    -Aúpa, Samurai.- Le espetó el camarero entre dientes, mientras secaba con el mandil un vaso. Después de quince años de frecuentar el Bedarregi, el gordo pelón seguía dirigiéndose a él por el mote, como todos, y a decir verdad, así lo prefería. Desconocía él, así mismo, el nombre del pila del Barman. "Ponme un café, majo", "Sácame una cerveza, socio", y siempre, siempre, en esos términos. Todo en su sitio.

    Pidió tortilla y café con leche, mientras de soslayo, divagaba con la mirada clavada en los ventanales húmedos. Tiempo de mierda. Aquella puta lluvia terca que ni lluvia era. Le dolían los huesos, como siempre. No acababa de acostumbrarse.

    A y dieciocho llegó el alemán, tocado de fieltro negro, con aquella nariz roja, enorme y capilarizada que le repugnaba profundamente. Pensó que quizás el alemán había llegado a y dieciocho, pero la nariz a y cuarto en punto. Se concedió media sonrisa entre dientes por su propio chiste y se auto-felicitó mentalmente por la ocurrencia.
    Sin traspasar todavía el marco de la puerta, el alemán hizo gesto al camarero, pidiendo de beber y señalando cuatro pinchos distintos con cara de enviar a gente al cadalso. Aquello era mucha hambre para tan temprano, aunque Arbizu se sorprendió poco o nada, conocedor como era del apetito mítico del sobrino germánico de Pantagruel.
    Tomaron asiento en una mesa al fondo. Hüber se desembarazó del gabán lentamente. Todo era lento y tedioso en el metro noventa y cinco del jodido teutón. Ciento quince quilos de parsimonia germánica y gelatina. Sintió ganas de partirle la nariz de un puñetazo allí mismo; sentados como estaban.

    -Justo a tiempo y por las pelos, mein freund. Museo estuvo a punto de echarle zarpas encima. En plaza Unamuno esperan merrcansía que traigo, porr mucho tiempo.- Dijo Hüber con un marcadísimo acento de plomo, mientras sacaba del bolsillo interno de la americana una cajita de madera del tamaño de un paquete de tabaco.

    -En este negocio no vivimos de los "casi", y en cualquier caso dudo que el museo os hubiese "gratificado" la mitad de bien que mi cliente.

    -Ja… ja… Mein freund.- Murmuró el alemán asintiendo.

Se deleitó al abrir el cierre metálico de la caja y subir la tapa. Extrajo dos objetos envueltos en sendos trapos marrones y los expuso frente a Arbizu con gesto de satisfacción.
    Desnudó la mercancía lentamente y esbozó media sonrisa.
   
    -Siglo cuatrro, comienzos. Rialmente herrmoso, kamerad.

Arbizu acarició con los dedos estirados la tablilla metálica que había ido a buscar. Rota en la esquina inferior derecha, representaba en un grabado exquisito la figura de una mujer tendida, mesándose los cabellos. La mujer era bellísima y lánguida. Contorsionada hasta el paroxismo y etérea. Volátil, de tan hermosa. La rotura de la tablilla, mutilaba sus piernas a la altura de las rodillas. Si aquello tenía realmente la antigüedad que se le suponía, tenía bajo los dedos una pieza excepcional. La factura era delicadísima y precisa. De líneas cuidadas, seguras y claras.

    El texto era todavía, perfectamente legible. Debían haberse perdido tres o cuatro líneas, a lo sumo, además del arranque del primer verso:

    "[...]miak hemen itxita,

     hartako gizonek gehiago

     ez dezatela jakin,

     geratzen da.
    […]"

y en ese punto, el vacío de la rotura mordía el curso de la letanía.

    -Vale cada uno de los siento ochenta y sinco mil eurro, eso segurro, ja… Aunque dispuestos somos a incluirr peine porr sólo veintisincomil más.

Arbizu tuvo la sensación de ser despertado por el tono monocorde y pesado del alemán. Reparó entonces en el segundo objeto expuesto ante él. Un pequeño peine de oro delicadamente labrado.

    -El trato sólo incluía la tablilla. Ninguna otra cosa me ha sido encargada.

    -Sea como quierras, mein freund. Si lo ofresemos es porrque el peine se encontró en el mismo yasimiento. Sentímetros escasos. Buena oferrta, creo.

    -Mi cliente no trabaja bisutería. Podéis probar suerte en cualquier anticuario. La transferencia será efectiva en el plazo de costumbre, en la cuenta de costumbre. Aufidersen, míster.

    -Agurr, Samurrai. Plaser mío, siemprre.

Arbizu volvió a envolver la tablilla en su trapo y la guardó en el bolsillo izquierdo de su viejo tres cuartos. Pagó en la barra con un billete de veinte y recogió las escasas vueltas.
    Hacía frío afuera. Se acomodó el cuello largo del jersey de lana y encendió un chéster, camino de la parada del tranvía.

    Puso la cafetera al fuego, y del armario inferior de la cocina, junto a la garrafa verde de fregasuelos, sacó una botella terciada de cien pipers. Se sirvió medio vaso de tubo y salió con prisa hacia el salón. Colocó la tablilla sobre la mesa, derramando en un descuido, sobre ella, un cuarto generoso del contenido del vaso. Mierda. Lentamente, la desembarazó del trapo, la secó minuciosamente con una esquina del mantel y volvió a leer la inscripción grabada.

    "[...]miak hemen itxita…" Malditas fueran su estampa, el euskera, los diez últimos lehendakaris y todas las txalapartas que en la tierra toda habían sido. Se levantó de mala gana intentando recordar dónde guardaba el diccionario que conservaba desde los tiempos de la facultad. Se dirigió al dormitorio, atestado de libros y cuadernos de notas organizados en pilas poco estables que rodeaban un camastro deshecho y poco apetecible. Reparó en que aquel estilo arquitectónico precario, le daba a la cama un curioso aspecto de nido de roedor. No localizó el diccionario. Sólo un cuadernillo pequeño con algunas páginas libres que se guardó en el bolsillo trasero del pantalón.
    De vuelta al salón, al pasar junto a la puerta de la cocina, escuchó la queja insistente de la cafetera. El café debía hervir desde hacía ya decenios.
Al apartarla del fuego, su dedo meñique besó con pasión el culo casi incandescente de la italiana, al tiempo que, maldiciendo cada santo cristiano, de Roma a Santiago, desparramaba el café hirviendo por el suelo. Mierda, mierda y más mierda.
    Bien. Fregona y diccionario, apuntó en un escueto inventario mental. Qué tarde apasionante.
Ya en el salón, a la derecha del tocadiscos, semienterrado bajo una generosa colección de números de Private, halló el diccionario. Concluyó que a la fregona y al café les podían ir dando por el culo. Tenía cosas más importantes entre manos. Si era capaz de verificar la autenticiad de la tablilla antes de entregarla, amén de evitarse un ridículo considerable y la notable pérdida de prestigio, podría tener por seguro que con su comisión, se dedicaría a vivir sin más complicaciones al menos un par de años.
    Abrió el cuaderno, recuperó el vaso de cien pipers, apuró de un trago el contenido superviviente, y se dispuso a examinar, por fin la tablilla.

Escuchó un ruido sordo en el pasillo. Un ruido poco acostumbrado.
    Conoce uno al dedillo cada gemido de su casa cuando por muchos, muchos años,  la ha habitado, sólo como la una. Uno vive con sus ruidos, los cataloga y los entiende. Ni uno más, ni uno menos. Todos inventariados en pequeños compartimentos conocidos y estancos. Escuchó, como digo, un ruido a destiempo. Sordo y fuera de sitio. Saltó de la silla como un resorte y se aventuró al pasillo armado con lo primero que encontró a mano, ésto es, un cenicero de bronce recuerdo del Pilar de Zaragoza.
    El corazón le dio un vuelco al ver el pasillo lleno de manchas de café. Una especie de rastro. Pisadas. En forma de huella de ¿pato enorme? ¿pero qué cojones…?
El peine… el peine… Había caído en la cuenta demasiado tarde…
    Las clases de historia antigua... las clases de historia... Como un relámpago, de zonas del cerebro abotargadas desde los años de estudiante, llegaban a ráfagas las palabras, y era capaz de traducirlas al tiempo que le golpeaban…

Lamiak hemen itxita… hartako gizonek gehiago… ez dezatela jakin…
geratzen da...

bottom of page