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Daedalus.                                                              Cap.V

 

    Boris Gibons alzó la lata introduciendo el extremo posterior de su bolígrafo parker en el agujero que precedía a a la anilla de apertura.  

                  -Mierda de niñatos. En mis tiempos, y no estoy hablando de hace cincuenta putos años, maldita sea, nos las veíamos con delincuentes de verdad. Un tipo que entraba en una gasolinera y le descerrajaba seis tiros a bocajarro al tendero, una loca de los cojones que conservaba en un congelador del garaje los cuerpos descuartizados de su marido y sus dos hijos. Cosas tangibles. Que podías comprender. ¿Me sigues?    

                 -En cualquier caso, Gibons, tenemos el hilo del ovillo bien amarrado...hum. Sólo tenemos que ir tirando… humm, hum… ir tirando…        

 

       Gibons introdujo con cuidado la lata de red bull en una bolsa hermética y la precintó. Cables, soportes de almacenamiento externo, cuadernos de notas llenos de claves encriptadas, direcciones bancarias en la web profunda, figuritas de acción de putos animés japoneses, estuches de dvd's con series de ficción suecas, porno asiático y alemán en pendrives organizados por género.Y el cadáver. El puto horror quieto y mudo del cadáver, como a la espera de una conclusión que se preveía lejana. O difícil. O jodidamente difícil y lejana. Tantas escenas de crímenes diferentes. La misma sensación.  

 

                     -No entiendo una mierda, sinceramente. Ésto me sobrepasa.    

                    -Por decirlo pronto, Boris, tenemos material suficiente para encerrarlo de por vida… humm, hum… de por vida... Quiero decir, si no estuviera frito... humm, quiero decir que encontraremos el ovillo, jefe, lo encontraremos. Alguien con éste perfil no se mueve solo. Eso es seguro.    

 

      Gibons se quitó los guantes de látex. Siempre tenía la sensación de estar despellejándose las manos al hacerlo. Intentó crear para sí mismo una panorámica de la habitación y dividirla en una retícula de detalles. No olvidar nada. Esa era la clave. No olvidar nada. Ni un detalle.    

       Era imposible. El cadáver atrapaba una y otra vez su línea de pensamiento.    

El cuerpo del joven conservaba todavía una postura extraña. Las manos enmarcaban el mentón y parte de la cara, agarrándolos con rigor mortis como si su vida hubiese dependido de ello en el momento exacto de la muerte. Daba la impresión de que se había destruido los globos oculares con los dedos, haciéndolos papilla al presionar hacia el interior del cráneo con fuerza, para reposar las manos después, una vez ciego, sobre la barbilla, como a la espera de evitarse el espectáculo que iba a desencadenarse.    

       De las cuencas ausentes goteaba denso el humor vítreo todavía. Como en el dibujo de un niño, río que baja de las montañas,  se licuaba la amalgama espesa desde lo que eran ya cuevas sin párpados. Como al calentar mozarella sobre pan tostado en el modo grill de un microondas.

 

 

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