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Daedalus.                                                           Cap.XIV

 

      Con la punta de la lengua entumecida, se tanteó la cúpula del paladar. El sabor metálico y caliente, como de óxido puesto a macerar , se derramaba como lava sobre las encías inferiores izquierda y derecha.
Ostia va, ostia viene, la mano de Gibons se enrojecía a cada mandoble. Se frotó el dorso durante tres segundos y en un sólo movimiento, llevó la palma en posición vertical hasta su propia oreja izquierda, dispuesto a descargar un nuevo golpe sobre el reo.
    -Tengo relevo, y ninguna prisa.- Dijo con tono cansado, mientras Louis, inerme, se sorbía los mocos y las lágrimas con impotencia.

    Louis conservaba la consciencia a duras penas. Todo había pasado muy rápido. La llamada insistente en la puerta de su casa, la captura violenta por parte de los dos desconocidos, las bridas de nylon apresándole las muñecas.
    -Espera afuera. No me llevará mucho tiempo.
Gibons se había quedado a solas frente al rehén en el salón. El contacto del respaldo metálico de la silla en los antebrazos, respondiendo a la presión implacable de las bridas,  jamás se le había antojado tan frío.
¿Conocía a Barley? Si, claro que le conocía.
¿Tenía una relación sentimental con Barley? Si, la tenía, pero no, no estaba al tanto de sus idas y venidas, de sus incursiones y movimientos lucrativos, tremendamente lucrativos en el mundo digital. No sabía nada. O en su momento, no quiso saber demasiado.

    Cronológicamente, la historia fué la que sigue: Después de hacer lo indecible por obtener un mínimo dato de los vínculos universitarios del cadáver sin éxito, Gibons optó por la vía personal. Tras meses de mina y zapa minuciosa, concienzuda hasta la hez, aparecieron en su cuaderno un nombre y una dirección.

    Louis trabajaba como tendero en una de esas floristerías con servicio de envío a todo el mundo que podían encontrarse en cualquier ciudad medianamente grande del globo.
De ocho y media a cuatro de la tarde, arreglaba ramos de lirios, adecentaba orquídeas, enlazaba rosas, y después, ya en la pausada intimidad de la casa, ponía la lavadora, regaba las pequeñas macetas de la terraza, y preparaba unas cenas que rozaban la excelencia. Esperaba a Barley la mayor parte de las veces. Sentía colmadas sus espectativas, Barley era cariñoso, no era problemático y por lo general, no exigía demasiadas explicaciones (tampoco las daba, eso era cierto). Podía decirse que Louis era feliz, sin reparos.
    Se veía ahora, sin previo aviso, sometido a una prueba de resistencia que no podía superar.
La tarde se prolongó y, como suele, acabó en noche cerrada. Gibons fumaba y se servía golpes de vodka (cortesía del mueble bar bien nutrido del pequeño apartamento). A medida que bebía, y el humo le iba enrojeciendo los ojos, se le calentaba el dorso de la mano derecha.
    Con la mirada perdida en el espacio minúsculo que el salón ofrecía, reparó en dos perlas de sangre que maceraban la blancura virginal de la flor de una cala que rampaba orgullosa en el jarrón sobre la mesilla baja.
    Después de perder tres dientes, Louis dijo lo único que sabía al respecto. La maleta. La maleta guardada en la pequeña caja fuerte oculta en el altillo del armario. El número de apertura era uno, cero, uno. Sabía que estaba llena de documentación a priori incomprensible. Nombres y direcciones ip enredadas en encriptaciones imposibles. Dos discos que presumiblemente contenían software. Conocía el contenido, pero no le decía nada. Tampoco nunca le hubo interesado.
    A los ojos de Gibons, después de echar un vistazo al contenido de la maleta descerrajada, con las visagras violadas de par en par,  abierta sobre la cama, se aparecía una enorme flecha de neón luminescente apuntando a los archivos policiales legados por J.Draper, archivados hacía lustros. El caso Minsky.
    Louis, liberado ya de la tenaza de las bridas, se taponaba la nariz con un pañuelo blanco que absorvía, a duras penas, unos coágulos de sangre densos como maizena.
    El caso Minsky.

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