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La tía Cecilia.

 

     La tía Cecilia era un terremoto, un nervio vivo, un rabo de lagartija. El día en que se inventaron las leyes de la física, la tuvieron reducida, atada con mordazas, en una habitación sin ventanas.

     Le hacían sombra los caracoles, casi casi transparente por menuda, y todo nervio, y ganas de vivir, y cincuenta quilillos escasos de carne que llevaba de un lado a otro, sin interludios ni pausas. Eso era.

 

 

     Como otras tantas, en los pueblos, la tía Cecilia amamantaba. Propios y ajenos, comadre de hermanos de leche, así iba la cosa. Familias había, incluso, que al parir hijos poco arrojados, mansos, de sangre cuajada y poco arrastre, enviaban a los pequeños a la tía Cecilia a que los amamantase un día o dos, para que cogiesen temple, y el caso es que la cosa era casi casi eléctrica. De interruptor inmediato.

     Niño que amamantaba la tía Cecilia, niño que despabilaba a la vida como si el demonio le buscase el culo.

Así vivió, pobre, teniéndonos a todos queriéndola mucho, hasta el día en que se nos murió, y después también. También la quisimos después, mucho rato.

 

   La noche en que se estuvo quieta para siempre, pilló en domingo. Los del Ocaso de los muertos, estando al corriente como estaba de cada pago, vinieron pronto, pero mal. Desprevenidos.

   Era la tía Cecilia realmente pequeña. ínfima, casi. Menuda. Mucho. Así que de urgencia la metieron, en el ataud más pequeño que encontraron, que fue uno blanco como de niño, y aún así le sobraban palmos como para hacer ganchillo, por arriba y por abajo.

 

   Seguimos todos el cortejo, porque se la quiso mucho en el pueblo a la tía Cecilia, y caminábamos los primos detrás justo del maletero del coche de muertos, sin saber si llorar porque se nos había ido o reir, porque nos acordábamos de los pellizcos que daba en los carrillos, que doblaba al Anselmo de rodillas, y eso que era un tío como un castillo con almenas.

 

   Allá iba, con todo el sol derritiéndose como plomo sobre el mercedes viejo, largo larguísimo como un día de julio, subiendo los repechos del pueblo. Y al subir repecho, la tía Cecilia se resbalaba, grande como le quedaba la caja, hacia abajo, y hacía un ruido como de cremallera y después un portazo: siiiiiiiiiiiippp-puum, y la prima Rosa decía:

    -Espera que viene bajada...-

Y la tía Cecilia, dentro del maletero alargado del coche, en su cajita inmaculada de niño muerto, hacía "fuuuuuuuuu-poom", y entonces si que no podíamos aguantarnos la risa, porque ni en esas podía estarse quieta, la tía Cecilia.

    

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