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Andén.

 

     Parado ya en el andén, clavado y frío como un poste publicitario, reparó en sus zapatos. El barro estaba seco. Se cuarteaba al levantar,  cada veinte segundos exactos, las punteras ligeramente.
    Del vaso de papel, sorbió la hez última de café caliente. El humo denso le enturbiaba la vista. Parpadeó fuerte tres veces. Ligeramente dos más.
    Durante dos segundos, al bajar el vaso a la altura del pecho, detuvo la mirada en los nudillos enrojecidos.
        Una náusea le pellizcó con precisión la boca del estómago al notar los posos y el azúcar bajando por la garganta.

    Habían pasado seis horas y las imágenes, seguían llegando a ráfagas. Sin sonido alguno. Una secuencia industrial acelerada y muda. No acertaba a hilar pensamientos, y quizás lo prefería.

Al sentarse en el tercer vagón, el mundo quedó amortiguado. Cada plano, cada recuerdo amartillado, cada fotograma, le había estallado ya en el tálamo como un racimo de esporas. La escena completa le rebotaba en las paredes del cráneo como una canica metálica.
    En aquel microclima templado, sin embargo, todo parecía haberse reblandecido.

    No llegó a asegurarse visualmente, supongo que por miedo, pero notó con claridad como en la muñeca izquierda, el pulso exacto del reloj había vuelto a pararse.

Giró la cabeza resignado, hacia la derecha. Desde la ventana, el andén le pareció poco real. Como pintado al óleo. Pudo verse arrugando el vaso de papel, antes de arrojarlo al suelo con desgana.
    Supo qué estaba pensando exactamente. Supo que iba a volver a mirarse los zapatos. Y los nudillos. Supo que el reloj iba a pararse.
Adivinó la secuencia, milímetro a milímetro, en la que los minutos iban a sucederse.

 

 

 

 

 

     

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