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Héroes.

 

A mi viejo le gustaba ver las olimpiadas en la tele.
    Eran sus cosas, pero me incluían. Se sentaba frente al televisor después del curro, por la tarde, y se tomaba una cerveza. A día de hoy, creo que se la sudaba bastante si había, en ese momento preciso, gimnasia rítmica o tiro con arco.
    A mí la situación me acomodaba bastante, porque siempre pillaba ganchitos, bocabits y alguna cocacola helada de estraperlo, sin que mi madre se enterase.
    Recuerdo la parafernalia que montaron en Seúl. Yo tenía ocho años, y aquel despliegue, los aros, las luces, la gente bailando en sincronía... Todo era demasiado nuevo. Casi mágico.  Los ganchitos, la cocacola helada, los deportistas dando de sí un poco más a cada segundo, a cada músculo tenso bajo la licra de los pantaloncillos, mi viejo mimetizado en el sofá, como un paramecio. La tarde pasaba sin tiempo, paralizada. Yo no entendía todas las cosas del mundo, porque era muy pequeño, pero empezaba a entender algunas, y aquellas cosas que empezaba a entender, o a percibir, aquellas cosas que flotaban ingrávidas, suspendidas como polvo en la sala de estar, eran algunas cosas buenas.

    Daban los 100 metros lisos, y yo estaba casi hipnotizado de lo sencillo del ritual. Brutalmente puro. Inmaculado. Se trataba de correr más que nadie. Eso era todo. Nada de complicadas reglas. Sin atisbo de enrevesados sistemas de puntuación. De aquí a allí,  y nada más. Joder. Hasta yo jugaba así en el colegio. Ésta es la salida, allí está la llegada. Si corres más que el otro te lo llevas. Ganas.
     En mi cabeza, la noción vaga de una victoria olímpica, tomaba forma. Lo que debía ser, quiero decir. La niebla lisérgica que rodeaba al tipo que subía al cajón con el número uno. El dejarse llevar por la catarsis inducida por el público rendido a sus pies. A los pies de su gesta. El olimpo de los elegidos. El mejor de entre todos los mejores.
    A aquel tipo casi no se le veían los ojos. Era negrísimo. Muy negro. Oscuro de cojones. Ya hace unos cuantos años de ésto. Por aquel entonces ver a un negro triunfar en cualquier modalidad no era plato de cada día. Estaba el baloncesto, si, pero las olimpiadas eran otra cosa. Me gustaba que los negros ganasen cosas. Me jodía que las ganasen los rusos. Porque los rusos ganaban siempre.
-Ben Johnson- dijo mi padre. -Gana seguro. Es el mejor.-
Y con esa única frase, Johnson se convirtió en mi favorito. Porque era el mejor. Y el favorito de mi padre. Y eso era más que suficiente.
Y Johnson ganó al cabo, efectivamente. Y a Carl Lewis le dieron por el culo.

    Hace mucho tiempo y los recuerdos tienden a deshilacharse, pero creo que pasó aproximadamente un mes. Lo dijeron en el telediario, recuerdo. Fué en casa de mi abuela. Habíamos ido a visitarla. Yo jugaba con un Gi-Joe al que le faltaba un brazo.
- Ben Johnson... Seúl.... Dopping...- las palabras llegaban entrecortadas desde la pequeña phillips de culo a mis orejas.
- ¿Quiere decir que al final no ganó, Papá?- Pregunté mientras apoyaba el sufrido Gi-Joe sobre la mesa.
- Quieren decir que hizo trampas.
- Y... ¿ganó entonces?¿al final ganó?¿ha ganado?
- Todavía está por verse.- Y mi viejo agachó la cabeza, fingiendo que se anudaba el cordón del zapato. Y cogió el cigarro del cenicero y le dio una calada larguísima.

Hoy tengo treinta y cinco años y me ha dado por buscar a Carl Lewis en la wikipedia. Está viejo de cojones, el "hijo del viento". Resulta que pudo participar en los juegos de Seúl  tras apelar su suspenso cautelar, alegando haber ingerido estimulantes prohibidos (efedrina, pseudoefedrina y fenilpropanolamina) de forma no intencionada. Un día tengo que comentárselo cuando nos sentemos a comer. A mi padre, digo. Tengo que contárselo.
    No he buscado la entrada de Johnson, y no creo que lo haga en el futuro.
He encontrado el Gi-Joe mutilado después de revolver una decena de cajas del trastero.

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